En una casa pequeña, situada en un barrio pequeño, con doce manzanas de largo y dos de ancho. Ubicada en medio de una zona frondosa que alguien taló para poder construir en aquellas parcelas algunas casitas pequeñas y accesibles, en un intento por cometer un cumplido hacia un grupo de pueblerinos aguerridos con necesidad de techo y cobijo... Allí, en la Ciudad de Itá, Paraguay, a kilómetros del centro del pueblo, en la última casa de la última manzana de aquel pequeño barrio, crecí yo.
En aquellos años, junto con mis vecinitos, mi hermana y primos, construimos una relación de amor fraterno. En el vuelo mágico del juego libre, planeábamos cual aves silvestres sobre los patios amplios carentes de fronteras, las calles de tierra, y el campo. Nos hicimos dueños de los días lluviosos, y de las tardes de calor. Los árboles frutales, muchos de ellos plantados por los mismos vecinos, crecían indetenibles, sus vigorosas ramas nos recibían cual padre/madre en su regazo y nos regalaban la dulzura bondadosa de sus frutos sin mezquinar.
Un buen día nos tocó, como a tantas otras familias paisanas, migrar en busca de esa cosa llamamos extraña que, a veces pienso, mal-llamamos "progreso". Que es tal vez un ideal de cómo nos gustaría vivir nuestros días y qué beneficios, posesiones y comodidades nos gustaría incluir en ellos. Pero para las prioridades y los anhelos de mis padres, aquella cosa extraña era difícil de encontrar en nuestro país. Allá en el Paraguay, esa libertad de decisión y la oportunidad de concretar ese deseo, son un derecho relegado.
Y así sin mas, nos dispusimos a despojarnos de nuestras pertenencias y nos despedimos de ese horizonte abierto, de los patios sin fronteras, de los árboles frutales, del tambo de don José, a donde íbamos a buscar la leche en patota los días de semana por la tarde, jugando y cantando todo el camino, sabiendo que al llegar nos esperaba el cálido saludo de aquella pareja granjera ya entrada en años, y con suerte, una rica merienda.
Corría el año 2006, nuestro primer destino fue un barrio carenciado de la zona suroeste de la provincia de buenos aires. El paisaje aquí era mucho más hostil que el natural...Tanto en la capital como en aquella zona, las casitas pegadas (y sin patio) que mi padre nos contó que encontraríamos aquí no eran una broma de mal gusto, sino que eran una común realidad que impregnaba todo el paisaje, y ahora nuestras vidas.
Continuará...